Artículo de Almudena Grandes.
El País Semanal, 7 de julio de 2019.
Raquel tiene 20 años y una enfermedad rara. Su historia me impresionó por muchas razones: una de ellas es su paralelismo con la de una amiga.
CONOZCO MUCHAS HISTORIAS. Las que he vivido, las que he leído, las que me han contado. A menudo, personas a quienes nunca he visto me cuentan sus historias. Todas me gustan, todas me interesan, pero apenas logro escribir sobre unas pocas, y ni siquiera sabría explicar muy bien por qué. Sólo sé que, a veces, al tropezarme con una situación, un escenario, unos personajes, se produce una misteriosa conexión en mi cabeza. Un filamento se ilumina, un botón se abrocha, una hebra se expande sin motivo, para conectarse con otras y comenzar así a tejer otra cosa. Eso fue lo que me sucedió con la historia de Raquel.
En Barcelona, donde vive en un edificio con ascensores, sin escaleras, mi amiga puede salir a la calle, moverse por la ciudad en su silla eléctrica. En Madrid, Raquel sólo dispone de una puerta para conectarse con el exterior. Está haciendo una carrera en la UNED, una universidad pública donde las matrículas para estudiantes discapacitados son gratuitas. En los primeros cursos, su familia pagaba a unos enfermeros para que la bajaran de su casa al portal a pulso, eso que en nuestra infancia llamábamos la sillita de la reina, pero les salía tan caro que Raquel creyó que no iba a poder terminar la carrera. Cuando lo comentó con su tutor, se abrió una nueva posibilidad. Ahora, un profesor, o una profesora, de la UNED va hasta su casa para examinarla. Le lleva todos los materiales que necesite, se queda con ella y comprueba que hace el examen en las mismas condiciones que el resto del alumnado. Cualquier consultor o asesor económico se llevaría las manos a la cabeza al calcular los costes que implica la carrera de Raquel, la necesidad de conformar tribunales lo suficientemente grandes como para suplir las ausencias de los miembros que se desplazan a domicilio para examinar a muchos únicos alumnos, muchas únicas alumnas que no pueden ir al examen por su propio pie. Pero sólo gracias a ese derroche, a ese chiringuito, que dirían algunos, Raquel puede seguir estudiando.
Su historia me impresionó por muchas razones. En primer lugar, evidentemente, por su paralelismo con la historia de mi amiga, esa quimera de los pisos bajos, accesibles, en Madrid, uno más entre los frutos de la brutal especulación inmobiliaria que nació de la política municipal de urbanismo salvaje que se practicó durante décadas, y que volverá ahora, más salvaje, y feroz, y desatada que nunca. Pero también por su carácter ejemplar del valor de los servicios públicos, los que se pagan con el dinero de todos, los que mejoran la vida de quienes los necesitan.
Parece que la educación, la sanidad, la dependencia pública, son sólo epígrafes para que los candidatos discutan en los debates televisivos, cifras descarnadas, millones de euros desconectados de la suerte de las personas, pero no es así.
La próxima vez que oigan hablar de ineficiencia, de derroche, de chiringuitos, acuérdense de Raquel.
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