Información: Público, 10/10/2022
En los últimos tiempos la salud mental ha ocupado un lugar destacado en los medios de comunicación y en nuestra vida diaria, ya sea en el trabajo, en la escuela o en la calle. Un ejemplo destacado y muy divulgado fue el caso de la mejor gimnasta de la historia, Simone Biles, quien abandonó los Juegos Olímpicos en la final por una crisis de ansiedad, y que ocupó muchas portadas en los diarios. Poco a poco hemos ido conociendo casos de personas, famosas o conocidas, que expresan que padecen o han padecido algún problema leve o grave de salud mental que les ha cambiado la vida. Muchas otras personas prefieren no decir nada, mantenerse en el anonimato y en ocasiones incluso en la invisibilidad para no sufrir aún más el sentirse señalados. Hablar de salud mental sigue siendo un estigma.
En este artículo queremos enfatizar una relación aún poco conocida y todavía menos abordada en los medios de comunicación: la relación entre seguridad económica y salud mental. El aumento de los problemas de salud mental como consecuencia del confinamiento y la incertidumbre económica que supuso la pandemia de covid-19, que se sumaban a los derivados de la devastación social de la gran crisis económica de 2008, multiplicada por las políticas de recortes sociales y de servicios públicos y que supuso la pérdida de medios de vida para muchas familias, puso sobre la mesa la importancia de los determinantes sociales para la salud de las personas y especialmente para su salud mental. Desde entonces diferentes investigaciones han demostrado cómo la ausencia de seguridad vital básica perjudica la salud mental y física.
La pobreza, la incertidumbre laboral, la inseguridad de ingresos o disponer de ingresos escasos son factores que generan gran malestar y sufrimiento psicológico que pueden convertirse en enfermedades. Esta situación la sufren mucho más las personas que ya tienen un trastorno mental o una problemática de salud mental y que, en condiciones normalizadas, no tendríamos que llamar vulnerables. Si la integración en época de bonanza ya es difícil, cuando las cosas van mal estas personas aún sufren más la exclusión y el aislamiento.
En Estonia, Letonia, Lituania y Rusia se duplicó la tasa de suicidios en los primeros años tras la desintegración de la URSS, por ejemplo. Lo mismo hemos visto en los años inmediatamente posteriores a todas las crisis económicas. Sin seguridad vital, las personas no pueden actuar racionalmente ni podemos esperar que lo hagan. Y los mercados de trabajo y las perspectivas económicas actualmente no son escenarios nada seguros.
Hace tiempo que diferentes planes piloto de Renta Básica Universal (RBU) en todo el mundo, como el que se pondrá en marcha en 2023 en Cataluña impulsado por el Gobierno de la Generalitat de Catalunya, han demostrado que disponer de unos ingresos regulares y suficientes puede ser beneficioso para la salud y especialmente para la salud mental. La RBU, una asignación monetaria para toda la población sin ningún tipo de condición, es una propuesta que ha resurgido últimamente con fuerza, entre otros motivos porque representaría una solución a muchas de las incertidumbres vitales y podría dar seguridad económica y psicológica al garantizar la existencia material de todo el mundo.
La revista British Medical Journal incidía en un artículo de 2016 en los efectos en la salud que una RBU podría tener en comparación con las tradicionales políticas de protección social focalizadas y condicionadas para personas en situación de pobreza. Destacaba que sería un seguro general contra la pobreza, factor que contribuiría a una gran tranquilidad psicológica: el saber que se dispondrá siempre del derecho a unos ingresos. El otro motivo se deriva de su incondicionalidad, que permite liberar tiempo de las trabas burocráticas y evitar el estigma social y los efectos negativos psicológicos asociados a tener que demostrar que eres pobre o sufres algún tipo de problema de salud mental.
Que el Reino de España sea el país del mundo en el que se consumen más ansiolíticos tendría que ser motivo para cambiar las políticas públicas y corregirlas. Los estados de malestar continuados, y un estrés continuo en un entorno de incertidumbre, en el que la persona, individualmente, no puede hacer nada para cambiarlo, son la combinación perfecta para desarrollar condiciones mentales patológicas y que se cronifiquen. La persona que sufre lo hace porque quiere formar parte de la sociedad en la que vive y compartir experiencias y vivencias con otras personas.
Los condicionantes sociales hacen que las dificultades y complejidades en la atención de la persona se multipliquen. Cuando la vulnerabilidad y el riesgo de exclusión están presentes en el entorno social y familiar del paciente, la atención en salud mental se multiplica y complica su recuperación. En esta situación, además, faltan factores sociales de riesgo que tienen un impacto negativo sobre la salud mental de la población y aumenta la complejidad de su atención. Cuanto más complicado es el día a día de la persona, más factores de riesgo acumula y más compleja se hace su atención en los centros de salud mental y en la comunidad.
Como país hemos de hacer esfuerzos, hemos de dar pasos hacia la salud mental comunitaria. Las personas con problemática de salud mental tienen que tener los recursos sanitarios y sociales, educativos y de trabajo garantizados y una atención y un seguimiento de proximidad. La RBU, como garantía de ingresos incondicional, puede ser un avance histórico de solidaridad, fraternidad y libertad, una herramienta clave en este camino para promover la existencia material de todo el mundo y, por tanto, también como un factor preventivo y de promoción de salud mental. Desde el Pacte Nacional per la Salut Mental (PNSM) trabajamos para priorizar aún más las políticas en salud mental, sobre todo en los barrios de las ciudades con indicadores más desfavorecidos, y consolidar el trabajo en red coordinado entre profesionales de diferentes servicios (médicos, sociales, formativos, de inserción laboral, etcétera). Desde el PNSM también proponemos realizar un "diagnóstico de vulnerabilidad" como herramienta para orientar las estrategias de intervención, fomentar los programas de apoyo comunitario con la creación de dispositivos participados por todos los agentes posibles, impulsar el asociacionismo y la participación social y comunitaria que faciliten la disminución de la solead y el aislamiento, factores que facilitan la cronificación de los trastornos mentales. Sólo así podremos dejar atrás el estigma y avanzar hacia una sociedad de la plena ciudadanía.
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