Hay noticias que deben leerse dos veces para creer que lo que en ella se dice pueda ser cierto. En la ciudad eslovaca de Ostrovany han construido un muro de 150 metros de largo y dos metros de alto para aislar a comunidad gitana del resto de la población. ¿Verdad que cuesta trabajo creer que esto pueda suceder en un país que es miembro de la Unión Europea en este año precisamente en que se acaba de cumplir el 20 aniversario de la caída del muro de Berlín? ¿Saben estos insensatos lo que la construcción de ese muro representa?
En 1961 las autoridades comunistas que gobernaban en la Alemania dividida tras la segunda guerra mundial, para evitar la huía de muchos ciudadanos hacia otros espacios de libertad, construyeron aquel horrible muro que ha sido testigo durante cuarenta años de la tragedia que representa dividir a los ciudadanos por razón de sus creencias en espacios cerrados donde cualquier intento de alcanzar la libertad se paga con la cárcel o con la vida. He tenido la suerte de vivir personalmente, en Berlín, la maravillosa noche en que el muro fue destruido. A la sazón yo era Diputado en el Parlamento Europeo y pertenecía a la Comisión de Justicia que casualmente esos días celebraba una de sus reuniones en Berlín. El nueve de noviembre del año 1989 los alemanes de un lado y otro del odiado Muro cogieron martillos y piquetas y se lanzaron con más ilusión que fuerza física a destruir aquel oprobio que dividió a familias enteras durante cuatro décadas. Aquella noche yo me acosté pronto, pero un compañero que dormía en la habitación contigua a la mía en el hotel aporreó nervioso mi puerta diciéndome que me levantara, que teníamos que irnos a la calle para vivir intensamente un acontecimiento histórico, único: la destrucción del muro. Pasé toda la noche en la calle, feliz, contemplando el triunfo de la libertad. Cada pedrusco que veía caer era como un trompetazo anunciador de un tiempo nuevo. Cada golpe dado a aquella infamia era una nota que contribuía a la realización del mejor himno exaltador de la paz y la concordia entre los seres humanos. Lógicamente no pude reprimir la tentación de traerme a España unos cuantos trozos de aquel muro que repartí entre mis amigos y familiares. Todavía hoy tengo en la estantería de mi despacho un trocito de cemento, testigo mudo de tanta infamia.
La prensa local e internacional se ha referido al muro eslovaco como un nuevo Muro de Berlín, justo cuando se cumplen 20 de la caída del símbolo de la división de Europa.
El alcalde de Ostrovany, Cyril Revákl, dice que él no es racista porque sabe que “hay mucha gente decente viviendo entre nuestros gitanos”. Pero justifica la construcción del muro porque dicen los vecinos gadchés ―y esta es la principal acusación― que los gitanos, con frecuencia, se apoderan de la fruta que hay en los árboles de los jardines privados.
Dice un gitano que vive condenado en la otra parte del muro que la construcción de esa separación no ayuda a nadie, ni a los gadchés ni a los gitanos. Y otros, resignados con su suerte, dicen que se sienten como en un zoológico. ¡Pobre gente! Ahora podrán saciar su hambre y su miseria con la fruta que les arrojarán generosamente las autoridades racistas de Ostrovany desde la otra parte del muro, igual que hacían mis hijos cuando eran pequeños arrojándoles manzanas a los monos del parque.
Acabo de hacer un viaje inolvidable y estremecedor a Polonia. Además de visitar los campos de exterminio de Majdanek, Treblinka y Auschwitz donde más de medio millón de gitanos fueron gaseados junto a millones de judíos, he contemplado los restos de los muros que configuraron los guetos de Varsovia, de Lublin o de Cracovia. Son testimonios vivos, lacerantes, de la época más dura e infame de la humanidad. A la gente se le confinaba detrás de aquellos muros antes de condenarlos a muerte.
Sabemos que en Eslovaquia hay una extrema derecha, fascista y violenta, que le gustaría repetir aquellas páginas negras de la historia de Europa. Ellos tal vez sean herederos de aquellos asesinos que colaboraron con los genocidas cuando su propio país sufría la agresión de los nazis que les oprimían desde Polonia por el norte y desde Hungría por el sur. A nosotros, los gitanos de todo el mundo, nos horroriza aquella máxima que dice “Los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla” No por casualidad esta frase está escrita en la entrada del bloque número cuatro del campo de exterminio de Auschwitz, en polaco y en inglés: Kto nie pamięta historii, skazany jest na jej ponowne przeżycie. The one who does not remember history is bound to live through it again.
Autor: Juan de Dios Ramírez-Heredia es abogado y periodista
En 1961 las autoridades comunistas que gobernaban en la Alemania dividida tras la segunda guerra mundial, para evitar la huía de muchos ciudadanos hacia otros espacios de libertad, construyeron aquel horrible muro que ha sido testigo durante cuarenta años de la tragedia que representa dividir a los ciudadanos por razón de sus creencias en espacios cerrados donde cualquier intento de alcanzar la libertad se paga con la cárcel o con la vida. He tenido la suerte de vivir personalmente, en Berlín, la maravillosa noche en que el muro fue destruido. A la sazón yo era Diputado en el Parlamento Europeo y pertenecía a la Comisión de Justicia que casualmente esos días celebraba una de sus reuniones en Berlín. El nueve de noviembre del año 1989 los alemanes de un lado y otro del odiado Muro cogieron martillos y piquetas y se lanzaron con más ilusión que fuerza física a destruir aquel oprobio que dividió a familias enteras durante cuatro décadas. Aquella noche yo me acosté pronto, pero un compañero que dormía en la habitación contigua a la mía en el hotel aporreó nervioso mi puerta diciéndome que me levantara, que teníamos que irnos a la calle para vivir intensamente un acontecimiento histórico, único: la destrucción del muro. Pasé toda la noche en la calle, feliz, contemplando el triunfo de la libertad. Cada pedrusco que veía caer era como un trompetazo anunciador de un tiempo nuevo. Cada golpe dado a aquella infamia era una nota que contribuía a la realización del mejor himno exaltador de la paz y la concordia entre los seres humanos. Lógicamente no pude reprimir la tentación de traerme a España unos cuantos trozos de aquel muro que repartí entre mis amigos y familiares. Todavía hoy tengo en la estantería de mi despacho un trocito de cemento, testigo mudo de tanta infamia.
La prensa local e internacional se ha referido al muro eslovaco como un nuevo Muro de Berlín, justo cuando se cumplen 20 de la caída del símbolo de la división de Europa.
El alcalde de Ostrovany, Cyril Revákl, dice que él no es racista porque sabe que “hay mucha gente decente viviendo entre nuestros gitanos”. Pero justifica la construcción del muro porque dicen los vecinos gadchés ―y esta es la principal acusación― que los gitanos, con frecuencia, se apoderan de la fruta que hay en los árboles de los jardines privados.
Dice un gitano que vive condenado en la otra parte del muro que la construcción de esa separación no ayuda a nadie, ni a los gadchés ni a los gitanos. Y otros, resignados con su suerte, dicen que se sienten como en un zoológico. ¡Pobre gente! Ahora podrán saciar su hambre y su miseria con la fruta que les arrojarán generosamente las autoridades racistas de Ostrovany desde la otra parte del muro, igual que hacían mis hijos cuando eran pequeños arrojándoles manzanas a los monos del parque.
Acabo de hacer un viaje inolvidable y estremecedor a Polonia. Además de visitar los campos de exterminio de Majdanek, Treblinka y Auschwitz donde más de medio millón de gitanos fueron gaseados junto a millones de judíos, he contemplado los restos de los muros que configuraron los guetos de Varsovia, de Lublin o de Cracovia. Son testimonios vivos, lacerantes, de la época más dura e infame de la humanidad. A la gente se le confinaba detrás de aquellos muros antes de condenarlos a muerte.
Sabemos que en Eslovaquia hay una extrema derecha, fascista y violenta, que le gustaría repetir aquellas páginas negras de la historia de Europa. Ellos tal vez sean herederos de aquellos asesinos que colaboraron con los genocidas cuando su propio país sufría la agresión de los nazis que les oprimían desde Polonia por el norte y desde Hungría por el sur. A nosotros, los gitanos de todo el mundo, nos horroriza aquella máxima que dice “Los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla” No por casualidad esta frase está escrita en la entrada del bloque número cuatro del campo de exterminio de Auschwitz, en polaco y en inglés: Kto nie pamięta historii, skazany jest na jej ponowne przeżycie. The one who does not remember history is bound to live through it again.
Autor: Juan de Dios Ramírez-Heredia es abogado y periodista
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